Megacárcel: imágenes desde la cárcel contra imágenes de la cárcel

Publicado en Revista Dearq no. 38 (2024): 106-136. DOI: https://doi.org/10.18389/dearq38.2024.09

Mega Prison

Un espectro arquitectónico recorre América Latina: la megacárcel. Hace unos meses, el publicista presidente de la república de El Salvador se autopostuló como mandatario-arquitecto y, junto a su séquito de amigos contratistas, erigió un monumento a su poder absoluto y supremo.

En un tiempo récord construyeron un complejo gigantesco, alejado de cualquier centro urbano, rodeado por varios perímetros de paredes altas, torres, alumbrados y alambrados electrificados que circundan ocho galpones. Dos de estos silos están destinados a albergar a individuos que un sistema policial y judicial opaco determina como vinculados a pandillas criminales. Aunque la megacárcel tiene capacidad para cuarenta mil personas, solo ocupa un tercio de su capacidad. El extenso espacio disponible y la soledad de sus metros cuadrados representan una amenaza velada pero directa para todos los ciudadanos del país.

En pocos meses, la visibilidad de extorsiones, feminicidios y robos, perpetrados durante décadas por diversas franquicias de una brutal dictadura criminal de pandillas, ha disminuido. Sin embargo, la posibilidad de caer en manos del sistema judicial, sea por acción u omisión, ahora se extiende a los 6.3 millones de habitantes del país, generando temor ante la perspectiva de quedar atrapados en este amenazante diseño arquitectónico.

Dentro de la megacárcel el tiempo se detiene y la privación de la libertad se amplifica a la privación sensorial (sin sol), estética (sin goce intelectual) y afectiva (sin visitas). Mientras que una parte de la población de El Salvador disfruta de un cambio perceptible y una mejora en la sensación de seguridad, algunos que también respaldaron al gobierno de la megacárcel observan cómo a sus seres queridos se les cruza una pandilla policial y, sin que nadie dé razón, terminan envueltos en un sistema judicial que los refunde en el paisaje punitivo de este centro comercial a puertas cerradas donde la humanidad es mercancía para el comercio de la estadística carcelaria.

Para las víctimas de las atrocidades de las pandillas el Gobierno no ofrece verdad ni investigaciones sobre lo sucedido. La única respuesta es el amargo trago inmediato de la venganza. Este populismo punitivo embriagador que ofrece el Gobierno salvadoreño enturbia el alma nacional, pero sirve para ocultar décadas de acuerdos entre el poder criminal, empresarial y político. Para estas élites, la guerra es un negocio que les permite promocionar el miedo y luego vender seguridad.

La teatral puesta en escena carcelaria por parte del Gobierno salvadoreño persigue un objetivo político claro: viralizar la imagen de un aparente control absoluto del Estado sobre el territorio, con la intención de asegurar la reelección perpetua del mandatario y su círculo cercano en la presidencia y en los órganos de poder.

La ominosa imagen difundida ofrece una vista en contrapicado en el centro de uno de los galpones: una pintura realizada con piel humana que forma un mar de carne tatuada, representando a hombres casi desnudos sentados con las manos en la nuca y el trasero a ras de suelo. Decenas y decenas de cráneos rapados se alinean en sucesión, como una plana de escritura judicial repetida. Este acto astuto y humillante busca la despersonalización de individuos para despojarlos de su humanidad, todo con el propósito de demostrar la supuesta victoria de los valores de una seguridad simple, cómoda y aparente sobre el arduo trabajo de construir en conjunto una vida en democracia.

En su próximo periodo electoral, el Gobierno salvadoreño promete la construcción de una nueva megacárcel destinada a albergar a personas acusadas de corrupción, con la excepción, claro está, de judicializar a aquellos que operan bajo las reglas propias de los negociados del Gobierno actual.

En toda América Latina surge el clamor de políticos y de amplios sectores de la población al grito electoral de “¡Megacárcel!” y ven en esta controvertida promesa arquitectónica la solución a todos los problemas de seguridad.

En la Cárcel Distrital de Bogotá, concretamente en la biblioteca pública de BibloRed de la Alcaldía de Bogotá, un grupo numeroso de personas privadas de la libertad se reúne semanalmente para participar en sesiones de dibujo. Para este número de la revista Dearq les planteamos la tarea de imaginar la construcción de una nueva cárcel, aprovechando el potencial que brinda la página en blanco y la posibilidad de reducir, en comparación con el potencial ilimitado de la libertad de expresión, la megacárcel a su dimensión más mundana.

Lo que usted ve es el resultado de este ejercicio: un proceso creativo y político altamente personalizado por parte de estas personas que, debido a su detención, encuentran la oportunidad de ser artistas inadvertidos, no viviendo del arte, pero sí sobreviviendo gracias a él. Esta perspectiva ofrece una mirada distinta a la pobreza humana del brutalismo arquitectónico impulsado por políticos ambiciosos, enriquecidos y victoriosos, elegidos por una sociedad cómplice que utiliza un derecho democrático para socavar los valores propios de una democracia.


Mega Prison

An architectural phenomenon traverses Latin America: the mega prison. A few months ago, the president of the Republic of El Salvador self-appointed as a leader-architect and, along with his entourage of contractor friends, erected a monument to his absolute and supreme power.

In record time, they constructed a massive complex, far from any urban center, surrounded by multiple layers of high walls, towers, lights, and electrified fences enclosing eight compounds. Two of these silos are intended to house individuals whom an elusive police and judicial system determines to be linked to criminal gangs. The mega prison has the capacity for forty thousand people, but only one-third of this capacity is occupied. The extensive available space and the solitude of its square meters represent a veiled but direct threat to all of the country’s citizens.

In a few months, the visibility of extortions, femicides, and robberies perpetrated for decades by various branches of a brutal criminal gang dictatorship has decreased. However, the risk of falling into the hands of the judicial system, whether by action or omission, now extends to the country’s 6.3 million inhabitants, instilling fear at the prospect of being ensnared in this menacing architectural design.

Time stands still in the mega prison and the deprivation of liberty amplifies into sensory (no sunlight), aesthetic (lack of intellectual stimulation), and emotional (lack of visits) deprivation. While a portion of El Salvador’s population enjoys a noticeable change and an improvement in the sense of security, some who also supported the government behind the mega prison see their loved ones encounter a police gang, and, without explanation, end up entangled in a judicial system that relegates them to the punitive landscape of this closed-door shopping center where humanity is mere merchandise for the trade of prison statistics.

For the victims of gang atrocities, the government provides neither truth nor investigations into what happened. The only response is the immediate bitter pill of revenge. This intoxicating punitive populism offered by the Salvadoran government clouds the national soul but serves to conceal decades of agreements between criminal, business, and political powers. For these elites, war is a business that allows them to promote fear and then sell security.

The theatrical staging of the prison scenario by the Salvadoran government pursues a clear political objective: to viralize the image of an apparent absolute control of the state over the territory, with the intention of ensuring the perpetual re-election of the president and his inner circle in both the presidency and positions of power.

The ominous image disseminated presents a high-angle view at the center of one of the compounds: a painting made with human skin forming a sea of tattooed flesh, depicting nearly naked men sitting with their hands on their heads and their buttocks on the ground. Dozens and dozens of shaved skulls line up in succession, resembling a repeated judicial document. This cunning and humiliating act is intended to depersonalize individuals, to strip them of their humanity, in order to demonstrate the supposed victory of the values of simple, comfortable, and apparent security over the hard work of building a life together in democracy.

In the upcoming electoral period, the Salvadoran government promises the construction of a new mega prison intended to house individuals accused of corruption, with the clear exception, of course, of prosecuting those who operate under the rules set by the current government’s dealings. Throughout Latin America, there is a growing clamor from politicians and broad sectors of the population echoing the electoral cry of “Mega Prison!” They see in this controversial architectural promise the solution to all security problems.

A sizable group of incarcerated individuals convenes weekly for drawing sessions at the BibloRed public library, under the Mayor’s Office, housed in Bogota’s District Jail. For this issue of the Dearq magazine, we tasked them with imagining the design of a new prison, leveraging the potential offered by a blank page and the opportunity to scale down the mega prison to its most mundane dimension, compared to the unlimited potential of freedom of expression.

What you see is the outcome of this exercise: a highly personalized creative and political process undertaken by these individuals who, due to their incarceration, find the opportunity to be unrecognized artists—not living off art, but surviving through it. This perspective offers a different lens on the human poverty within the architectural brutalism propelled by ambitious, enriched, and triumphant politicians, elected by a complicit society that uses democratic rights to undermine the very values of democracy.


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